CONDENA. Los Caprichos de Epona

 

Al volver del colegio, algunas veces Mario sentía la necesidad de conversar con sus antepasados y solía rodear el viejo cementerio para visitar una caverna situada en la falda de la montaña. Conocida como 'La Picorota', su tamaño no imponía  pero era apreciada por proteger al pueblo de los gélidos y azules vientos de invierno.

La entrada a la cueva  conocida como 'el furacu', era apenas perceptible al paso y generalmente era avistada como la madriguera de algún animal salvaje. Tiempo atrás, la natural curiosidad de Mario le indujo a indagar en su interior. Avanzando con dificultad por un complicado pasaje, apreció un amplio espacio que aceleró su ritmo cardíaco, sintiéndose atraído por un sonido indefinido, que a forma de eco parecía ser respondido a lo lejos por un  coro de voces empequeñecidas, cuyo conjunto alargaba un breve sonido original hasta unirlo con el siguiente exactamente igual, dando la sensación de una constante con reverberaciones y acentos rítmicos  que invitaban a la meditación.  Desde entonces, cada vez que penetraba en ella tenía la sensación de percibir presencias ancestrales.

Visiblemente deshabitada, en su interior se podía respirar un ambiente misterioso y ligeramente húmedo, dominado por un denso silencio,  animado por la caída expansiva de una gota de agua  que desbordaba el cuenco que ella misma había horadado en la roca, a su gusto y medida, con la paciencia que sólo los milenios conceden, perdiéndose nuevamente en la roca al seguir un camino propio, desconocido. Aquella constante, su inalterable fidelidad y particular medida del tiempo, dominaba claramente en la caverna, pero su generosidad, permitía percibir la 'presencia' de aquellos espíritus ancestrales con quienes compartía el espacio - después que  se liberaran de sus vísceras y huesos, para satisfacción de persistentes e inevitables inquietudes bulímicas ajenas, a cambio de que 'ellos' respondieran a forma de fabordón, a su rítmico sonido.

Un pequeño círculo de piedras, grises de tiempos superpuestos, permitía a Mario 'recrear' un lecho madre de fogones y un silencio ritual que solamente consentía oír el sosegado monólogo de la llama. Todos en cuclillas, se mantenían a la misma distancia del fuego, ya que quienes permanecían pegaditas a él, formando una masa rigurosamente respetada, eran las ánimas de sus predecesores, también sufridores del hambre y de los azules fríos. Con ellos, todas las noches, seguramente negociaban sus asuntos, con sus manos sobre las imaginadas cabezas, pensaban en sus sabidos nombres. Así, mantenían aquella distancia y recibían ya moderado, el  calor del respetado fuego.  Aquel silencio comunero se convertía en testigo de confesiones y de la transmisión de los secretos que les permitían sobrevivir en aquel medio, supuestamente adverso y a convivir en armonía con sus propias sombras. Después, poco a poco y  con la venia de 'la gota',  todos prefirieron pasar a ser invisibles.

Le enorgullecía creerse vinculado a 'ése pasado', pero lo mas frecuente era meditar sobre su futuro,  para ello solía seguir el curso del arroyo  hasta encontrarse con la antigua vía del tren. Siempre acudía al mismo lugar. Sentado entrevía, mirando hacia el este, soñaba y en sus sueños viajaba hacia lo desconocido.  Para Mario, cada uno de los raíles tenía un significado diferente. Pensaba que en algún momento el paralelismo se rompía abriéndose en caminos divergentes y mientras una de las vías conducía hacia el triunfo, la otra era el camino hacia el fracaso. Consideraba que una vez iniciado el andar, el regreso no era concebible sin un resultado positivo. La opción era arriesgada y se complicaba aún más, al sentarse  en sentido contrario, adivinando el horizonte hacia el oeste,  pues el raíl elegido cambiaba de signo. 

Mientras desenredaba  el ovillo de los sueños, Mario, recordaba  algunas ausencias de cuyas vidas,  sólo se dejaban saber breves recortes,  generalmente compartidos entre familiares y amigos durante las reuniones domingueras, como instantáneas que pretendieran  materializar su presencia. Aún se temían 'las malas voces' y con la solemnidad y la mesura de una oración, se deslizaban las noticias    recibidas y las deseadas.Estas últimas aparecían mezcladas con anécdotas y algún ¡ojalá!.  Escarbando en el recuerdo, también se tramitaban ruegos destinados a algún Santo generoso, colándose involuntarios suspiros y silencios, implacables delatores de incertidumbres.  

Mario, forjaba sus secretas opiniones y consideraba que lo más cercano a la realidad podría encontrarse en los detalles que se omitían. Algunos se habían ido en busca de una vida diferente,  pero de la mayoría sólo se sospechaban razones ya que habían partido discretamente durante el período de las sombras y los silencios impuestos. En aquellos tiempos no tan lejanos, 'desaparecer voluntariamente' era la única forma de sobrevivir. Amargo desgarro  que  empequeñecía aún mas al ser humano al  imaginarse sin un breve recuerdo o la sonrisa que provocaba al aparecer su nombre escrito en una agenda amiga. El gesto cómplice de ser 'tachado' de las agendas, era como saberse muerto por necesidad al consumirse lentamente  su nombre  en el olvido.

La mayoría de las historias cercanas tampoco animaban a la juventud a seguir arraigada al terruño.  En general giraban alrededor de la silicosis, el grisú y otros accidentes y enfermedades que mantenían una importante plantilla de 'jubilados'. 

Aprovechando el calorcito que rebotaba en la fachada del Hogar del Pensionista los más veteranos, madrugadores de siempre, sacaban sillas a la acera y esperaban con inquietud y en silencio la llegada de todos los habituales. Era una escena calcada a lo que sucedía con el mismo colectivo en Casas de la Sierra, Nudosuelto, Pozo Hondo, Salto del Burro y otros pueblos esparcidos por 'La Cuenca'. El doblar de las campanas endurecía el gesto e imponía silencio y nerviosismo que se acrecentaban hasta saber con certeza quien se había 'adelantao'. Si el grupo se veía reducido, el silencio parecía adquirir una densidad insoportable que nadie se animaba a quebrantar, mientras  cada uno trataba de engañarse con 'su futuro'. Poco a poco, a forma de reflexión, desgranaban recuerdos generalmente asociados a su relación personal con el difunto hasta componer una bonita foto aunque estuviera trucada, para llevarse una copia y dejar un buen recuerdo  en caso de ser el próximo 'llamado'. Otros grupos daban rienda suelta a sus frustraciones durante sonoras partidas de mus o de billar en los salones del Hogar del Pensionista.

Mario pretendía para sí otro destino, que debía planificar en función de la consabida responsabilidad heredada, por ser el mayor de los hermanos. ¿Era realmente importante el camino a elegir?, o lo eran más las características del proyecto de futuro. El viaje en sus sueños  se alargaba mucho más allá del imaginado fin de los raíles y día a día conformaba pacientemente las alforjas para el momento de su partida.  

Ya las aves aceleraban su ir y venir vespertino con la urgencia de hacerse invisibles e ir acallando sus cantos. Las discretas flores silvestres recogían sus pétalos  y el sol, lentamente, daba paso a otros protagonistas y se distraía  pensando en componer nuevos amaneceres. Sólo el sonido de la sirena que anunciaba el cambio de turno en la mina   ponía marco a su privado universo. Era el momento de mudas sonrisas, abrazos y suspiros  descriptivos de una felicidad totalmente gestual, recíproca, que se fundía en silenciosos deseos comunes.

El padre de Mario, tal como lo hiciera su padre y el padre de su padre, hacía viajar sus sueños en las vagonetas cargadas de toses y sudores que con movimientos nerviosos se movían esquivando puntales por las galerías cercanas al infierno, en ansiosa búsqueda hacia arriba al adivinar el aroma de los verdes, siempre linderos con otros verdes y el azul a vista perder. Como  guiadas  por el  disperso y arrítmico sonido de conocidos esquilones. Sueño cotidiano, poder hacer el camino de regreso al encuentro de los panes compartidos.

El cincuenta y uno de dicigosto, los lugareños amanecieron con el ceño fruncido. Una antigua y sobrecogedora preocupación colectiva cubrió con un velo gris todos los hogares, desde el más ostentoso hasta el más breve, así como todos los caminos, los ríos, los campos, valles y montañas.  Y todos los verdes se ofrecieron serios como nunca. Los que se elevan, perforando las flotantes parvas velloneras en busca del ansiado azul. Aquellos  que descienden en cascada al encuentro de otros verdes que  pequeños, humildes, saltan entre flores a lo largo de los caminos y  vereditas. Los verdes anchos y planos, mares sobre los que flota la  solitaria amapola y destacan los breves islotes  de flores silvestres que se agitan, anunciando con orgullo su presencia. Los verdosos musgos que visten los cantos ribereños. Los espinosos verdes de zarza, protectores de codiciados frutos y frágiles nidos, arraigados sobre las centenarias y musgosas murias. Los pequeños y  tiernos verdes, recortados, cuidados, siempre regados, como una esperanza cultivada con su entorno inmediato,   lindera  y  solidaria  siempre  con  otra  pequeña esperanza. Y  hasta los aplastados verde con verde, mudos testigos de promesas de amor y besos furtivos, habían perdido su alegría y se veían  tristemente enjergados.

Ese día, todo parecía encogerse aterido y la melancolía de los colores parecía anunciar el tiempo de las hojas muertas. Todo, absolutamente todo, quedó cubierto por aquel sobrecogedor baño de cenizas, presagio de la apocalíptica estampida de invisibles asturcones que se adivinaban guiados por la soberbia e implacable 'Epona' montando al macho más brioso, dispuesta a ofrecer una de sus más tétricas representaciones.

Al producirse, el estruendo era ensordecedor y exigía velas, rosarios y novenas, aunque el silencio que generaba alrededor de las mesas de pino  donde sólo hablaban las manos entrelazadas, se sentía tan pesado que aplastaba el sonido de los cascos salvajes. Suspendido en el ambiente, el polvo gris de la incertidumbre lentamente, con la paciencia de lo inevitable se depositaba sobre todas las cosas.

Lo realmente temido era el eco. Imprevisible. Más breve. Más violento.  Que al producirse, helaba y paralizaba el aliento. Desgarrador de la piedra y de la carne. Sólo escuchado por los indiferentes ángeles del infierno y sufrido por picadores, barreneros, carretilleros y demás pobladores de los negros termiteros, condenados a negociar su vida con el chiflón y el silbido, sádicos e imprevisibles caprichos del rey de las profundidades.

Y sucedió. El eco se produjo y fue anunciado por la sirena, escupiendo soplidos desesperados, a destiempo, que empalidecieron rostros, atomizando la sístole y la diástole de todo el pueblo.  Carreras y llantos desesperados. Evocaciones y promesas a los dioses verdaderos y a las  inmutables vírgenes de siempre. De un solo bocado, la bulímica gazuza de la muerte sentenciaba destinos. La cruel figura de 'Epona' seguida de la manada de asturcones, en  triunfante retirada se disipaba  en medio de una nube de desolación.

Para Mario, aquel sonido puso fin a sus dudas. Un revelador vuelco del corazón le hizo sentirse prematuramente adulto y sabedor de que su futuro tendría que soñarlo día a día, empujando las vagonetas por las vías de la desesperanza.

Jorge Castro

                                                                                                  

 

   

 

 

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